En un tiempo en que el automóvil era un bien de lujo, Henry Ford fue un adelantado a su época. El automóvil era un invento fantástico que enriquecería al fabricante que consiguiera subir en él a todo el mundo, no solo a los ricos. Pero ¿cómo hacer coches baratos que pudiera pagar cualquier persona? La técnica que permitió a Ford abaratar la producción de automóviles es hoy de sobra conocida: la cadena de montaje.
Los primeros Ford T, llamados popularmente Tin Lizzies, se vendieron en 1908 por 850 dólares, y eran necesarias trece horas de trabajo para
montarlos en un sistema de producción totalmente revolucionario para la época: en vez de que se movieran los trabajadores por el taller, eran las unidades de producto las que lo hacían a lo largo
de una línea de ensamblado.
En 1924, y gracias a la mayor eficiencia y experiencia de los trabajadores en la cadena de montaje, el tiempo del proceso de fabricación ya se había reducido a hora y media, y el precio del
automóvil a 290 dólares.
El hecho de que el Tin Lizzie fuera barato no explica que un obrero de la Ford cobrara un buen sueldo por montarlo; más bien al contrario, porque si lo esencial era vender un coche con el máximo beneficio, es ilógico pagar mucho a los operarios. Pero una vez más, Ford fue un visionario: no solo no escatimaba con los gastos laborales, sino que pagaba espléndidamente a sus obreros.
Tres eran las ventajas de esta actitud: en primer lugar, sus trabajadores eran más productivos que los de su competencia y los mejores operarios hacían cola para trabajar en la fábrica de Ford; segundo, se aseguraba la fidelidad de la plantilla, y tercero, al proporcionar ingresos superiores a los que se pagaban en el sector, era muy probable que los trabajadores acabaran por comprarse un automóvil.